La Petardo de
Echesortu Historias de Rosario Freak |
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La Petardo de Echesortu (parte IX)
El olor a pólvora quemada de los petardos en la atmósfera indicaba la inminente llegada de los festejos navideños. A pesar de que era avanzado diciembre y el verano ya era un hecho, para Gabriela el ciclo lectivo no había finalizado aún. Como era lógico, tenía que preparar exámenes de las materias que debía regularizar en diciembre. No por vaga ni por tonta, fue que no pudo aprobar en el cursado regular, pero las restricciones y prejuicios que por sus actitudes entendidas como indisciplinadas, hacían que en los días de diciembre tuviese que seguir llevando libros bajo el brazo. La diferencia es que no debía ir a el colegio y soportar a sus compañeritas indeseadas, ahora podía elegir con quién estar. Por supuesto la excusa de juntarse a estudiar era inevitable, pero ése no era un obstáculo, ya que sus amigas debían preparar las mismas materias por pasar por situaciones similares. La casa de Silvina era uno de los lugares predilectos. Si bien no debían usarla, la existencia de la piscina era el atractivo perfecto. Gabriela prefería tomar mate pero se resignaba a los tés o jugos de frutas aunque le produjesen acidez estomacal, a tener que quedarse en su casa con la cercana presencia de su madre, quien seguramente le reprocharía el haberse llevado tantas materias. Los padres de Silvina no eran menos exigentes, pero su presión era diferente. Estaban menos tiempo en la casa, el padre en reuniones o viajes de trabajo y la madre en obligaciones sociales o de compras por Buenos Aires. A su manera le exigían sus obligaciones, la amenaza de privarla de las vacaciones en Punta del Este o peor aún, de visitar a sus primas en Capital, eran los recursos más frecuentes. En cualquier caso debían estudiar, permitiéndose usar las reposeras en el jardín, tomando un poco de sol con sus bikinis. Los diálogos trataban sobre los temas de estudio, intercalados por chimentos y cargadas hacia las crueles profesoras que las habían puesto en esta ridícula situación, que las obligaba privarse del uso de la pileta. Sólo se interrumpían cuando por ejemplo, la empleada doméstica salía a hacer algún mandado o a pasear los perros en la plaza. Estos eran momentos ideales para que ellas intentaran un chapuzón o mejor aún, se distrajeran charlando con los vecinos de atrás que ya habían descubierto espiándolas. Resultó que el fondo del terreno de la casa lindaba con el de la casa de Luciano, quien solía juntarse con Cacho, su primo del barrio Saladillo a preparar los fuegos artificiales que usarían en las fiestas. Gabriela conocía bien a Luciano pero no a su primo, así que en el momento oportuno, en una de las ausencias de la empleada y los perros, interrumpieron sus estudios de biología en los libros para continuarlos sobre el cuerpo de Cacho. Luciano no se animó a saltar, a él lo conocían y sabía que se exponía a un problema, pero su primo no tenía ese problema y pudo arriesgarse tomándose esa libertad, saltando la enredadera, cruzando al otro lado. Cacho era de piel morena, delgado, de músculos fibrosos y casi diría, para su edad, alto. Con manos de dedos largos, cintura angosta y abdomen chato. Silvina y Gabriela querían conocerlo más de cerca, les intrigaba el color de sus ojos claros en esa cara angulosa de cejas marcadas, y desde el interior de la pileta lo invitaron a zambullirse. Él se desvistió sin más vueltas y desnudo se metió de un salto. Cayó parado y volvió a la superficie sacudiendo su cabeza, salpicando con sus cabellos cortos y oscuros. Avanzó hasta ellas y con el agua a la cintura se presentó. - Hola, soy Cacho del Saladillo. Ellas, sonrientes, se presentaron mutuamente diciendo sus nombres, dándole un beso en la mejilla. No se dijeron más nada y empezaron mirándole los ojos, que en él, aunque sin poder comprobar por estar a contraluz, eran de un extraño color casi verde, y que seguían las gotas de agua que se secaban sobre la piel de sus pechos. Las miradas siguieron recorriéndose, reconociendo las partes que los movimientos del agua no dejaban ver bien. Gabriela se había sumergido hasta el cuello aproximándose más a él y empezó a palparlo bajo el agua, pero el ladrido de los perros atravesando el portón de entrada hizo que su mano lo soltara dejándolo partir, con un suave y rápido nado de espalda sin dejar de mirarlas, para saltar de la pileta, tomar sus prendas y cruzar nuevamente la enredadera antes que los caninos llegasen al lugar. Otros petardos estallaron esa tarde y unos días antes de los fuegos artificiales, los exámenes de biología fueron aprobados con excelentes calificaciones. Noviembre 2, 2002 |
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